The Iceman, de Ariel Vromen (Cine)



Por Soledad Castro. 

En estos días estamos preparando la muestra de fin de año con mis pequeños alumnos del taller de la escuela: niños de seis a doce años con los que jugamos al cine. Son dos grupos; ambos filmaron un corto del cual crearon el guión y diseñaron las imágenes. En los dos casos quisieron hablar de muertos. En la primera historia muere un compañero a manos de otro de la misma clase; en la otra varios de los pibes van siendo asesinados en distintos espacios por un asesino que deja pistas y al que finalmente descubren. La motivación para filmar los asesinatos y la sangre no solo fue unánime, sino que la alegría de los niños al preparar las tomas hizo que apenas pudiera pensar en lo que estábamos haciendo: el entusiasmo fue arrollador. Al mirar los planos ya tranquila en casa me acordé de J.L. Comolli y la idea de que la cámara es el único aparato capaz de registrar el inconsciente.

Hablando con una colega, resulta que a ella le pasó lo mismo: todos sus grupos de la escuela secundaria quisieron filmar asesinatos y asesinos. Más allá de las consideraciones sociológicas, no pude más que pensar en la vieja pregunta: ¿por qué nos fascina tanto la idea del tipo (o la mina) capaz de matar a sangre fría? Esa pregunta atraviesa el cine, y en cada película el modo de representación del asesino, del acto de violencia y del cuerpo asesinado atraviesa la realidad técnica para ponerse en diálogo con las estructuras filosófico-políticas de su tiempo. Pensando en el canal AXN con sus 24 horas de balas en cámara lenta metiéndose en los cuerpos, de planos detalles de escalpelos cortando la piel, de estallidos de sangre coagulada, máquinas de rayos y diálogos cínicos sobre los cadáveres, creo imposible dejar de notar cómo se ha sofisticado el laburo en el lenguaje para enfatizar lo experiencial, logrando una estetización del morbo a tal punto de volverlo no solo tolerable sino aséptico, como si presenciar la muerte de ese modo (incluso imposible para el ojo humano) fuera lo más normal del mundo. 


Eso es justamente lo que le sucede a Richard Kuklinski, también llamado The Iceman: asesinar es un trabajo como cualquier otro, y está relacionado con no sentir. La película está basada en la biografía de este criminal vinculado con la mafia que mató a más de 200 personas en los Estados Unidos, y pone el foco en la oscilación continua entre su ocupación de asesino y su vida familiar de trabajador, devoto a su esposa y a sus hijas. La interpretación de Michael Shannon es en verdad impactante: el tipo compone el personaje justamente oscilando entre la frialdad y el extrañamiento más absolutos frente a sus propios actos y una especie de ternura torpe en lo que refiere a la relación con su esposa (una Winona Ryder algo impostada pero finalmente perturbadora en su figura de mujer engañada y sumisa, sobre todo al principio de la película). Richard Kuklinski es capaz de sentir ternura y amor, pero también de cortar cuerpos y frizarlos para que sea imposible detectar la fecha de su deceso. El tercer eje que triangula la trama es la denuncia de los códigos y métodos mafiosos y la opresión de las lógicas que responden a un sistema perverso, pero la cosa queda a mitad de camino por la sobreabundancia de referencias a películas mucho más atrevidas en ese sentido y a un reparto no demasiado creíble (ni David Schwimmer ni Chris Evans pueden causar ningún miedo al lado de Michael Shannon).

Lo interesante es la cabeza del asesino: cuáles son los ribetes en la mente del psicópata, y cómo evolucionan con el tiempo. Además de condensar un montón de épocas diferentes, no solo gracias al trabajo de arte y vestuario sino a un laburo de puesta de cámara bien interesante que se hace cargo de que está contando los 50, los 60, los 70 o los 80 también desde el lenguaje visual y sonoro, la estructura de la película nos pone en el aprieto de tener que decidir con qué lectura quedarnos. Nos obliga a interpretar. ¿Este tipo es víctima de sus circunstancias (una infancia difícil, un sistema corrupto), nos apiadamos y nos dejamos enternecer por su supuesta capacidad de amor? ¿Caemos en las redes de engaño del psicópata? ¿O solo vemos al asesino a sueldo que en la mejor escena de la película le pide a su víctima que implore a Dios para ver si lo detiene, como deseando que algo suceda, como buscando sentir algo que lo haga detenerse? Tanto el montaje como la fotografía están al servicio de ese equilibrio escénico: la oscilación interior y exterior, los pasajes de violencia o de intimidad, la paz o el vértigo de los movimientos de cámara (que siempre sostienen una idea clásica de la cosa que remite más a los encuadres magistrales de los 70 que a la pericia técnica y al montaje por corte, tal vez porque el director sabe que lo que importa ahí es su personaje y que en él radica el verdadero atractivo de la historia). 


¿Pero cómo muestra Ariel Vromen la violencia, los asesinatos, los cuerpos mutilados? De una forma descarnada y fría, absolutamente afín a la mirada de su personaje. Tal vez el mayor hallazgo de la película sea ese: no rendirse casi nunca a una estetización dramática de los cuerpos muertos y mostrarlos casi sin énfasis, siempre respetando el punto de vista del personaje. Como si la puesta en escena fuera psicopática: como si solo se permitiera sentir hasta rozar el estereotipo sentimental en las escenas de amor o de ternura y en las de muerte se limitara a registrar los hechos para dejar que quienes miramos saquemos las conclusiones. 

La fascinación por aquel que mata a sangre fría atraviesa la historia de la ficción del siglo XX y así parece que va a continuar en el siglo XXI: los niños de mi taller dan cuenta de eso. Creo que esta película llega a preguntar algo, a situarse en esa búsqueda de respuestas que una moral difusa no parece brindar en el mundo posmoderno. No logra opinar concretamente sobre el tema que toca y tampoco parece pretenderlo. Ahí está, invitándonos a mirar y a pensar en la complejidad de la fiesta cotidiana de la muerte, esa de la que somos fríos espectadores a los que cada vez resulta más difícil hacernos sentir.



Ficha técnico-artística:

Michael Shannon: Richard Kuklinski
Winona Ryder: Deborah Pellicotti
Chris Evans: Mr. Freezy
Ray Liotta: Roy Demeo
James Franco: Marty Freeman
David Schwimmer: Josh Rosenthal
Robert Davi: Leonard Marks
Danny A. Abeckaser:Dino Lapron


Dirección: Ariel Vromen       
Guión:  Morgan Land, Ariel Vromen       
Basada en el libro de Anthony Bruno
“The iceman:  The True Story of a Cold-Blooded Killer”
y el documental de Jim Thebaut "The Iceman Tapes: Conversations with a Killer"
Producción:
Productor ejecutivo: René Besson
Productor: Ehud Bleiberg
Productor ejecutivo: Boaz Davidson
Co-Productor: Juan A. Mas
Música original: Haim Mazar
Fotografía: Bobby Bukowski                
Edición: Danny Rafic            
Casting: Kerry Barden, Paul Schnee      
  
Año: 2012
Duración: 103 minutos
País: EE.UU.
Género: Crimen, Drama, Thriller