Crónicas del 28° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (Cine)

Cine, playa y fideos


Por Soledad Castro.

1. Lobby


Y sí. A los festivales también se viene a hacer lobby. La gente se encuentra, se conoce, arma negocios, consigue contactos. La genial productora de nuestra película, por ejemplo, se subió a un escenario esquivando a los de seguridad para entregar un dvd. En los pasillos del hotel NH y en la cola de los cines la gente se mira, se para, se tienta y se seduce; productores, directores, periodistas, estudiantes. Vení que te voy a presentar a tal. Mirá, allá está fulanito, ese compite con nosotros en la misma sección. Me encontré con tal, que era mi profesor, ¡capaz viene a ver nuestra presentación! Qué bueno que está ese tipo, por dios... ah, ¿es el de la banda de aquella película?

Yo podría hacerme la canchera y hablar en contra de este tipo de cosas, pero la verdad es que las encuentro bastante lógicas y necesarias en un ambiente donde se mueve muchísimo dinero y paradójicamente no resulta nada sencillo conseguir plata para hacer una película. Seguro que hay mucha bobada (y que es interesante pensar hasta qué punto es cierta la existencia de un cine “hecho para el circuito de festivales”, y si eso tiene algún sentido) pero la verdad es que el evento termina siendo fundamentalmente una movida preciosa y un espacio popular: las salas siempre están llenas y eso es lo que más importa. En las colas para las boleterías se ven caras muy diversas: muchos jubilados, adolescentes y familias locales que están acostumbrados y van como si nada a ver películas de orígenes extrañísimos que en general es la única vez que se proyectan en la Argentina. Además, desde la organización y programación del festival hay una variedad enorme de estilos, métodos de producción y productos artísticos. La sensación, más que de elite o de exclusión, es de que hay espacio para todos.

Uno también puede preguntarse cuáles son las connotaciones políticas de este tipo de eventos, ¿no? Y las implicancias con respecto a la visibilidad de las autoridades culturales y sus cargos. Que se cuecen habas, es indudable, pero a la vez hay una potencia muy pesada de crítica e ironía en las manifestaciones artísticas que el festival propone. Hay en cartel un montón de películas de denuncia, argentinas y latinoamericanas; directores pesadísimos de todas partes del mundo; ciclos enteros de humor e ironía y los intelectuales más independientes del cine argentino todos contentísimos por ahí caminando por la playa y escribiendo en sus blogs. O sea, tres conclusiones: producir cine es un ejercicio político y caro,  entonces no tiene nada de impoluto; habría que repreguntarse qué quiere decir “cine independiente” y ver qué connotaciones reales tiene esa característica; el festival tiene muchísimos más pros que contras y se consolida como un ejercicio democrático. La entrada general a las películas vale 15 pesos argentinos y 10 para jubilados y estudiantes. 

2- Cortos en Súper 8 de Horacio Vallereggio


La primera proyección del día fue una rareza, una oportunidad de esas que uno agradece mucho. Marcos insistió para que fuéramos a ver cortos experimentales en Súper 8 filmados por Horacio Vallereggio, uno de los protagonistas junto a Claudio Cladini y Narcisa Hirsch de la movida del cine experimental argentino en la década de los 70. Los cortos, proyectados en Súper 8 con las copias originales, ocupaban con su pequeño formato 4:3 apenas un tercio de la enorme pantalla del Ambassador. Había algo de insólito en el enorme marco de la imagen, que nos recordaba que no necesariamente lo más grande, nuevo y tecnológico es lo más efectivo para emocionar. Como siempre, mi corazón quedó prendido enseguida por la extraña belleza del grano, por la evidencia de lo artesanal tanto en la filmación como en la proyección de esa misma cinta reversible sucediendo cuarenta años después. Como declara el galán a la chica en el final de Jerry Maguire: Súper 8, you had me at hello.  

Pero además los cortos eran de una libertad y una belleza abrumadoras. Horacio Vallereggio viene del arte plástico y hace foco en el uso del color, de la composición de las formas en el espacio, de la idea de laboratorio visual en torno a las deformaciones, las velocidades y las posiciones de cámara. El tipo está filmando con sus amigos, jugando seriamente: la frescura, la complicidad y el compromiso de los actores con lo que están haciendo permiten al humor, la sátira y la ironía desplegarse en una emocionalidad profunda y festiva. Eran los 70, y la búsqueda de resistencia a partir de la revolución en las formas estéticas mezclada con los hermosísimos rasgos psicodélicos de época ofrecen a las imágenes una fuerza envidiable, aún para nosotros que tenemos tantos supuestos beneficios en lo relacionado con la tecnología.


No puedo terminar este comentario sin hablar del erotismo de esas películas. En todas hay una celebración concreta de la sensualidad y las formas del cuerpo: cientos de planos de desnudos compuestos, fragmentados, de a un cuerpo, de a dos, con luces tenues o fuertes, de cerca, de lejos, fijos, con movimiento, bellos, monstruosos, en éxtasis y en calma. Hay un corto en particular que se llama “La sonrisa de más acá” que parece componer el acto sexual como si fuera una sinfonía: en cuatro movimientos visuales con diferentes tempos y estructuras. Porque la música es también aquí una protagonista en libertad. 

No puedo opinar mucho sobre el futuro de lo analógico y lo digital, o cuáles son hoy las posibilidades de seguir filmando y proyectando en 8mm. Lo que sé es que ver estas cosas es importante, porque le brinda al cine su verdadera dimensión de disciplina espacio-temporal que cuenta con una historicidad y una materia concreta, de manos haciendo en una moviola, de artesanos pintando durante horas con tinta china la banda blanca de un pedacito de película.

3- La jalouise – Philippe Garrel


La segunda proyección del día fue esta película francesa en blanco y negro, donde Philip Garrel filma a su hijo Louis como protagonista de una clásica historia familiar llena de penas desgarradoras de amor. Qué película más francesa. Una mujer rubia, redondita y preciosa llora porque ama a un hombre que la deja por otra mujer flaca, atormentada y seductora que luego lo abandona causándole un incurable dolor. Voilá. Además, él tiene una hija hermosa, que actúa con la más encantadora naturalidad y le quita la banalidad a todos los momentos. Plazas, calles, interiores bohemios; cómo los pobres actores y actrices sufren por el amor y el arte. En uno de los diálogos, un actor le dice tomándole el pelo al personaje de Louis Garrel: “Nuestro pequeño Werther”. Y es un poco extraño, porque el romanticismo de la película no parece una sátira autoconsciente. Queda a medio camino y lo tiñe todo con un sabor anacrónico un poco pesado. Es una historia clara, con actores cautivantes y bellamente fotografiada, pero que uno disfruta con la sensación de haberla visto antes otras mil veces. 

4- Mother – Bong Joon-ho


La imagen está en blanco y negro. Una mujer de unos sesenta años camina por un prado, mira la cámara, baila. Tiene la mirada perdida. Es ella: la madre absoluta, protagonista, mágica.

El tema central es la maternidad y hasta dónde es capaz de llegar la desesperación de una madre por salvar a su hijo de sí mismo y de sus propias dificultades. Sucede un asesinato; el hijo, que tiene un marcado retraso mental, está en la escena del crimen y se transforma en el chivo expiatorio. La policía lo encierra; la madre pobre y solitaria sale a buscar la manera de ayudarlo y probar su inocencia.

Puesta así, la historia parece un simple drama, pero lo demencial es cómo se sucede en el contexto de una sociedad terrible, donde la crueldad es tan absoluta e inevitable que no hay ni buenos ni malos, no hay voluntad: todos buscan el beneficio propio con una especie de absurda conciencia de que no hay más sentido que la supervivencia.  Básicamente, a nadie le importa nada. Los móviles son conseguir dinero, trabajar lo menos posible, coger, reírse, agredirse, zafar de la lluvia. No mucho más.

Para retratar en cada escena esa especie de animalización miserable y monstruosamente cotidiana, los movimientos de cámara, los cortes y la banda de sonido llegan a un nivel de técnica rítmica que no se parece a nada más. Las transiciones de montaje tienen una fuerza y una sutileza especiales, flotan hacia las diversas etapas del énfasis dramático con un nivel de manipulación de la adrenalina digna del mejor suspense de Hitchcock. Pero sin su fineza: no hay nobleza en la manera en que los hombres planifican la vida y la muerte. Es un suspenso construido sobre la idea de azar, de la acción concreta como consecuencia de la sordidez más básica y caótica. 

La fotografía de esta película ameritaría un texto de páginas y páginas. Es difícil explicar cómo la particular combinación entre actuación, guión y lenguaje visual dejó a la sala entera en un estado completo de incomodidad y conmoción. Un cine que golpea, letal y poderoso, sobre todo porque está lleno de un amor enorme pero que no tiene fuerza para funcionar como escudo. Un amor que aunque sea de madre, está tan agotado que no puede con las situaciones límites ni con la hambrienta necesidad humana. 

Malditos coreanos. Diseñan las mejores pesadillas.