El círculo de tiza caucasiano, versión de Manuel Iedvabni (Teatro)


Por Celina Ballón.

En uno de sus ensayos más famosos, Ítalo Calvino afirma que “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Basta revisar las lecturas de una misma obra a lo largo del tiempo para comprobar la exactitud de la definición. Ante una obra como El círculo de tiza caucasiano se impone entonces una pregunta inicial: ¿qué es lo nuevo que viene a decir la obra esta vez?

Lo primero que merece señalarse es que la versión de Iedvabni omite el prólogo. No se trata de una decisión menor, ya que el mismo condensa una serie de problemáticas históricas y estéticas en las que se nota la marca del paso del tiempo.  

El prólogo se inicia con una discusión entre los delegados de dos koljoses que se disputan el usufructo de unos terrenos. La aldea está en ruinas: las huellas de la invasión hitleriana permanecen aún. Los miembros del antiguo koljoz debieron huir con sus cabras para salvar la vida y ahora que el invasor ha sido derrotado regresan a instalarse con sus animales. Pero el koljós vecino tiene otros planes: plantar frutales y viñedos en esas tierras. Una vez que la discusión se resuelve (de modo inverosímilmente amigable) una campesina anuncia: “Camaradas, en honor de los delegados del koljós Galinsk y del perito se ha programado una pieza de teatro que tiene que ver con nuestro problema”. 

Lo primero que se advierte en estas líneas es la expresión de una de las máximas aspiraciones de las vanguardias estéticas: disolver el arte en la vida. En el caso ruso, dicha voluntad se plasmó en proyectos tales como Escritores a los koljoses, que se proponían integrar a los literatos a la estructura productiva rural a fin de transformarlos en “escritores operantes”.  

La tarea de la literatura (y del arte en su conjunto) ya no era solamente capturar la realidad, sino también cambiarla en el curso de la lucha de clases. Así resume su experiencia Sergei Tetriakov, el principal teórico de esta experiencia: 

“A comienzos de 1930, me convertí en miembro permanente del concejo del koljós. Me convertí en líder del trabajo educativo. En consecuencia, el koljós, mi tema literario, se ha transformado en el lugar de mi actividad cívica. Me integré no sólo para conocer a los héroes de mi libro, no sólo para registrar sus transformaciones. Codo a codo con mis héroes, lucho por la reorganización de su vida. Hago esfuerzos para promover su desarrollo, y junto a mis compañeros trabajadores del koljós, asumo total responsabilidad por los caminos que se eligen, por sus éxitos, errores y sus fallas”.

Queda claro que el prólogo de la obra hace tiempo resulta anacrónico (los espectadores jóvenes pueden ignorar incluso la existencia histórica de los koljoses). La siguiente pregunta es, sin duda: ¿qué queda de la obra cuando la coyuntura política y los movimientos artísticos a los que debe sus pilares fundamentales se han convertido en polvo? La puesta de Iedvabni nos permite inferir una respuesta: lo que perdura es la historia. 

El director ha montado una versión de la pieza que está más cerca de la poética de la narración oral popular que de los famosos recursos del distanciamiento. Más allá de ciertos artificios que se revelan como tales (el muñeco que representa al niño, el palo que simula ser un puente) la trama se desarrolla fluidamente. Las canciones se suman a ella de manera orgánica, sin crear discontinuidades ni interferencias. El relato toma así un cariz intimista -la música de Esteban Morgado contribuye sin duda a ello-. 

El buen oficio de los intérpretes y el acertado manejo del tiempo escénico componen una obra correcta en todos sus rubros, que puede seguirse con interés y con agrado. En esto último reside la principal paradoja: esta versión trata de modo amable a la audiencia. Y Brecht –ya se sabe– se proponía entretener, pero también incomodar, poner en crisis las certezas del espectador. Quizás, el mejor camino para lograrlo sea recordar lo que el mismo autor dijo acerca de los clásicos: 

“Lo que mantiene con vida a las obras clásicas es el uso que se hace de ellas, aun cuando se trate de abuso. Resumiendo, la decadencia les hace bien a las obras clásicas, ya que en ellas sólo vive lo que se vivifica. Son saqueadas y castradas; luego, existen”.  

Bienvenida sea entonces una lectura irreverente que se atreva a faltarle el respeto al bronce.

Dónde: Teatro IFT. Boulogne sur Mer 549.
Cuándo: Martes a las 20:00.
Cuánto: $ 200. Jubilados y estudiantes: $ 120.



Ficha técnico artística
Autoría: Bertolt Brecht.
Versión y traducción: Manuel Iedvabni.
Actúan: Dana Basso, Roxana Del Greco, Gabriel Dopchiz, Pablo Flores Maini, María Marta Guitart, Ariel Levenberg, Rodrigo Pagano, Juan Manuel Romero, Cristina Sallesses, Gustavo Siri, Matías Tisocco.
Cantantes: María Marta Guitart.
Músicos: Gabriel Dopchiz, Pablo Flores Maini, Rodrigo Pagano, Matías Tisocco.
Diseño de vestuario:  Nereida Bar, Verónica Segal.
Diseño de escenografía:  Gaston Breyer.
Diseño de luces: Roberto Traferri.
Realización escenográfica:  Ariel Levenberg.
Realización de vestuario:  Patricio Delgado, Susana Hidalgo.
Música original: Esteban Morgado.
Fotografía: Vicky Elmo.
Diseño gráfico: Wilfredo Parra.
Asistencia de dirección:  Pablo Flores Maini.
Producción ejecutiva:  Pato Rébora.
Director musical: Esteban Morgado.
Director asistente: Pablo Flores Maini.
Dirección: Manuel Iedvabni.