Por Pamela Neme Scheij.
A 8655 kilómetros de Boston, celebro el nacimiento de este hombre, 204 años después. Lo hago escribiendo sobre él, porque creo que su escritura persiste y, en alguna medida, lo hace también su historia personal, indivisibles.
Ya hace mucho que supe de Poe y aún se me continúa electrificando la espina cuando leo su literatura, cuando pienso en el camino que abrió como escritor profesional, cuando incluso me detengo en el martirio de haber buscado ser verdadero consigo mismo entre escombros.
La proliferación de géneros (poesía, ensayo, narrativa, por decir algo general) y de textos en los que incursionó no me impacta particularmente; sí lo hace la firmeza con la que construyó su ficción, cosa nada fácil, nada obvia.
Si fuese una lectora académicamente correcta, hablaría aquí un poco de cada género y subgénero abordados por Poe, sobre sus títulos más populares, sus traducciones y demás frituras. Pero el pico de calor de este verano en Buenos Aires me deja sin tolerancia para repetir a Wikipedia, así que me detendré en qué dejó desparramado por mi mundo, una vez trascendida su vida física, unos siglos más tarde, cuando yo era una joven estudiante y luego, ya una joven docente de escuela secundaria.
Primero que nada, descubrí que yo prefería sus cuentos, más que sus otros textos. Y que tras ellos subyacía una estructura formal de la cual su autor era conciente de una manera casi cósmica. También, que había historias tan parecidas entre sí y que a la vez me encantaban como si fueran absolutamente únicas; me preguntaba por qué y, sin embargo, me seguían – me siguen- encantando. Más aún: hallé en sus cuentos un saber antropológico y psicológico que se me impregnaban sutilmente como la luz. Fue evidente, entonces, para mí la síntesis de razones por las cuales Poe saltó a través de los años, los idiomas, las modas literarias, las planificaciones escolares, etc.
Julio Cortázar ya antologizó y prologó sus narraciones (como otros también lo hicieron en sus excusas editoriales). Y analizó, con la admiración de un apóstol, su teoría explícita del cuento moderno. Creo, igualmente, que si Poe no la hubiera escrito, hace décadas sus lectores la habrían extraído de sus cuentos como sangre tibia. De todos modos, existe y, en libertad, puede ser leída con gusto.
Pero hay otra teoría de Edgar Allan Poe que afirma su estética romántica y su profundización antropológica, arraigada a algunos de sus cuentos frontalmente (por ejemplo, en El demonio de la perversidad) y a otros, entre líneas (por ejemplo, sus cuentos clasificados como “de terror”): el hombre y su espíritu de la perversidad. No hay nada de desperdicio teórico ni sensorial allí, pero no es el objetivo de este texto indagar en esas explicaciones. Sin embargo, la atracción que genera en cualquier lector bien puede acercarnos a entender de qué se trata ese espíritu que lo obsesionaba, de qué se trata su ficción en tanto trama compleja y, queriéndolo o no, de qué estamos hechos humanamente desde una óptica punzante, profunda.
Hace tres años perdí uno de sus más famosos cuentos El gato negro en manos de un estudiante del curso en el cual yo trabajaba. Se lo presté salvajemente, arrancando las hojas de uno de mis tomos de Cuentos completos, para que practicase su lectura en voz alta y unos días después, pudiese leerlo en público en la escuela asumiendo actoralmente la voz de su narrador. El cuento fue leído con éxito, pero nunca volvió a mis manos. Lo reclamé, ahora creo que siendo tonta y egoísta. Sin embargo, Alexis, el estudiante, nunca me lo entregó. Y ahora mismo que escribo este texto, entiendo (o me invento una explicación): la trascendencia de un hombre, en el caso de Poe, de un hombre escritor, radica en la voz que lo adopta y lo hace correr, en las páginas robadas para propio placer, en las ganas que tengo de que ese pibe haya leído al menos ese cuento decenas de veces como lo hice yo.