Por Carmela Marrero Castro.
Una bruma envolvente permanece inmóvil una vez que ingresamos a la sala y nos enfrentamos al escenario despojado, negro y con desniveles. Es como si al atravesar la puerta entráramos en otra dimensión y nuestra percepción se preparara para eso que va a suceder, el hecho teatral. Hasta acá, un ritual conocido y habitual, principalmente para aquellas personas que frecuentan la escena porteña.
El hecho es que ni bien comienza la obra comprendemos que esta vez nos enfrentamos a algo diferente: un viaje intenso que por momentos suspende la racionalidad y hace que nuestros sentidos se entreguen, dóciles, a lo que está sucediendo. Y así será, hasta el final, cuando el público, luego de unos minutos de silencio y quietud, emprenda la retirada, sin aplausos, sin comentarios.
La novedad no radica en el tema: la apropiación forzada de personas –específicamente bebés- en regímenes dictatoriales, con evidentes alusiones al golpe de Estado que se instaló en Argentina en la década del 70, pero sin anular la posible referencia a otras culturas.
Esta vez, lo diferente es la puesta en escena: una luz recorta el espacio oscuro y guía la mirada del espectador hacia los diversos cuadros y escenas que se yuxtaponen e impactan, por su composición dramática y por su carga emotiva. En el centro de la escena hay dos rampas que elevan los cuerpos, arriba de ellas hay un espacio donde se replican las imágenes, y al costado un pequeño retablo en el que los títeres reproducen las acciones de los personajes en escena – y así, evidencian el artificio provocando la reflexión y el extrañamiento-.
Son al menos tres los ejes que organizan la trama: una pareja –cuyo bebé será apropiado-; las madres que sufren y encarnan la ausencia; y el Poder interpretado por una especia de mago y un anciano en silla de ruedas. El centro de la representación es el cuerpo, en su materialidad o ausencia. Por eso, la palabra es desplazada: el poder necesita el discurso verbal, pero el dolor se siente, se sufre y se comparte en, y desde, el cuerpo.
Así, la obra se construye como un dispositivo complejo y difícil de decodificar en estas páginas. A pesar de ello, me quedo con una certeza: en La cuna vacía no es posible mantenerse al margen de la escena que nos sumerge en un mundo de imágenes, emociones y cuerpos. Pero, y esto es lo más interesante, la experiencia no se agota en la búsqueda catártica, una vez que dejamos la sala y a medida que pasan los días, las imágenes vuelven y se hacen discurso, habilitan la reflexión y así aportan una mirada otra sobre hechos visitados por el arte.
Teatro: La otra orilla.
Dirección: Urquiza 124. Capital Federal.
Reservas: 01149575083
Entrada: $ 90,00 / $ 50,00 - Sábado - 21:00 hs
Ficha técnico artística:
Idea: Omar Pacheco
Guión: Omar Pacheco
Actúan: Laura Abad, Hernan Alegre, Carla Cabrera, Mercedes Castillo, Maria Centurión, Marcia Huamancaja, Alejandro Martínez Silva, Valentín Mederos, Javier Molinas, Camila Paladino, Zulma Serrano, Estefania Vaquer
Participación: Liliana Herrero
Manipuladores: Tomás Masariche, Malena Pacheco
Voz en Off: Liliana Daunnes
Diseño de títeres: Esteban Fernández
Diseño de luces: Omar Pacheco
Video: Daniel Gómez
Música original: Gerardo Gardelin, Rodolfo Mederos
Sonido: Juan Pablo Lagoa
Operación de luces: María Silvia Facal
Fotografía: Antonio Fernández
Arreglos musicales: Colacho Brizuela
Dirección: Omar Pacheco