Cuarta entrega: Crónicas del 16 Bafici


Por Soledad Castro.

¡Hay una máquina del tiempo en Buenos Aires!



El cine es también con quién se comparte. Cualquier proyección es una experiencia efímera, única y afectada por el contexto: la hora del día, si estamos enojados, relajados o tristes. Si llegamos tarde, si nos dio el tiempo para comer, si nos acosa un problema del día, si nos la recomendaron o no, quién, cuánto y cómo.

Realmente es muy lindo ir solo al cine; uno hace exactamente lo que quiere, se sienta donde quiere (en mi caso lo más adelante posible y al medio) y vibra en una intimidad muy especial. Después sale, camina un rato pensando mucho, compra algo para comer, si sobra un mango se regala un heladito y vuelve a casa.  Creo que no podría pasar mucho tiempo sin ir sola, pero para cualquier corazón romántico ir al cine también tiene que ver con el amor: quién no ha sentido el vértigo de la oscuridad en una primera cita, ha curado el enojo o ha convertido un domingo aburrido en un evento sexy.  Además la ida al cine siempre tiene un aire cotidiano: es mucho menos solemne o “importante” que ir al teatro o a ver música en vivo. Tan de todos los días como una siesta, queda ahí a la vuelta y sin embargo qué provocador de emociones múltiples. 


Si se tiene la suerte de compartir películas con otro a quien también le importa mucho el cine, entonces se disfruta y se aprende. Una buena discusión, una pelea de ideas, una palabra justa o una referencia compartida intensifican la experiencia y la potencian mucho. Es muy lindo ver parejas en el Bafici, las hay de todas todas todas las edades. Algunos llevan, otros se dejan llevar; algunos lentos y encorvados van del brazo despacio, otros todos divinos con pelos de colores enfilan derechito a las películas más cool del momento (las de bandas musicales en general meten una buena cantidad de inteligencia adolescente).  Es bastante mágico: en el cine todas las parejas me dan ternura. 

The Sacrament, de Ti West



Y sí, en todo festival tiene que haber un garrón. Esa película que decís, loco, muy mala. Igual no da para odiarla, yo qué sé. Como buenos fieles la vimos hasta el final; creo que nunca vi una sangre falsa más falsa en mi vida (¡salve Ed Wood!) 

La anécdota está basada en un caso real: la tragedia de Jonestown en 1978 donde murieron casi 1000 personas que pertenecían a una especie de secta demencial. El líder Jim Jones hizo que todos quienes vivían en la comunidad tomaran cianuro y protagonizaran uno de los suicidios masivos más grandes de los Estados Unidos. El punto de partida parece interesante, pero Ti West cuenta la historia desde el punto de vista de dos periodistas y un camarógrafo; la cámara desde donde vemos es, supuestamente, la que ellos llevan para registrar el viaje. Esta premisa se cae inmediatamente, la estética documental no es natural ni pasa desapercibida (hay decoupage, plano/contraplano) y el tipo está más preocupado en intentar sostener esa estrategia inverosímil que en contar las razones por las que los miembros de la comunidad se encuentran viviendo en la aldea, o en brindar ambigüedad a algún personaje para que al morir nos conmueva un poco. Parece que se va a estrenar en el cine comercial... 


Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky


Se trata de una especie de cine-ensayo del director buscando sus orígenes y reflexionando sobre el tiempo y la memoria a partir del relato familiar, centrado sobre todo en la figura paterna.  

En los últimos años ha habido una explosión de este tipo de películas de relato subjetivo en el cine latinoamericano, un poco por moda y otro poco porque para los realizadores de pocos recursos da la sensación de ser un cine “accesible”, relativamente fácil de producir. Igual no creo que sea el caso de Cozarinsky, un tipo con una carrera bárbara y un montón de películas valiosas.

Ese sub-género documental de historias familiares un poco se inaugura con esa maravillosa película de 1996 llamada Nobody´s business, de Alan Berliner (o re-inaugura, porque quién puede afirmar con certeza este tipo de cosas sin estudiar un largo rato; por ejemplo ya en Alemania en otoño, del 78, Fassbinder juega con la idea de un diálogo político con su propia familia). Berliner logra correrse de la idea de “lo bello” y del golpe bajo para reírse a pleno de sí mismo y de su familia poniendo en cuestión las formas cinematográficas y estableciendo un cine provocador y reflexivo acerca del uso de material de archivo, de las entrevistas como portadoras de veracidad, de la idea de una investigación “correcta” y otros recursos del documental expositivo clásico. La película es desafiante, impredecible y divertidísima sin por eso dejar de erigirse como una reflexión universal sobre la memoria, la paternidad o las diferencias generacionales. 

Cozarinsky en cambio pretende que su relato sea interesante porque quien lo cuenta es él: no el personaje-narrador sino Edgardo Cozarinsky, el tipo de carne y hueso. Es decir, da por sentado que su historia familiar es conmovedora porque es la suya: “Yo que viví en París y también soy un exiliado como él...” dice por ejemplo hablando de su padre, o “Viví en Europa pero nunca fui a Entre Ríos”. Estas afirmaciones en off, de naturaleza íntima pero dichas con un tono muy serio y algo solemne no son cuestionadas por la película ni confrontadas con las imágenes. El director no se ríe de sí mismo ni de la representación cinematográfica; más bien asume a priori que uno se identificará con el carácter profundo de sus reflexiones filosóficas. No tendría por qué ser un problema, pero tal vez las imágenes no logran conmover lo suficiente como para despertar esa emoción y trascender a las palabras para lograr significados nuevos. Más bien hay una idea de lo bello vinculada con lo antiguo, lo viejo, lo exótico o lo abandonado que bueno, esta vez me dejó afuera.

Aimer, boire et chanter, de Alain Resnais



La última de Resnais es encantadora. Sí, tal vez no sea un adjetivo “mayor” para un maestro del cine, pero es una de esas películas que crecen con el tiempo, que te acompañan como los consejos de un abuelo sabio. Una comedia de enredos clásica: varias mujeres maduras enamoradas de un tipo del que hablan todo el tiempo pero que nunca aparece: en el medio sus maridos, sus vidas, sus relaciones reales. Dentro de esa ficción, son además actores que están ensayando una obra de teatro y se celan, se encuentran y desencuentran, comentan sus sentimientos y reacciones.
Recursos “experimentales” como escenografías teatrales o dibujos ocupando el lugar de los planos de establecimiento dan paso a una buena cuota de humor autorreflexivo sobre la representación cinematográfica y teatral, haciendo de la pieza una pequeña fiesta de colores y buenos diálogos. Me quedo con la lectura de la psicología femenina y masculina que la película propone; me quedo con los ojos de esa actriz maravillosa que es Sabine Azéma; me quedo con las flores y con la tremenda paradoja de que la última escena que Resnais filmó fue un velorio. Sabía el tipo, eh. Al fin y al cabo era un cineasta que viajaba en el tiempo.



Only lovers left alive, de Jim Jarmusch


Esperé mucho a Jarmusch y me encontré con una de las películas más sensuales de la eternidad, no solo por su tema sino por lo difícil que es interpretarla: se escabulle, se escabulle. Vamos, acá hay gato encerrado. Tilda Swinton y Tom Hiddleston son unos vampiros rockeros, yonkis, bellos, bellos, uf, bellísimos, que se refieren a nosotros como “los zombies”. Ella es una lectora voraz, esbelta, pálida y cálida al mismo tiempo; él, un rockero underground deprimido por el destino de la humanidad. 

Malvados en recuperación, yonkis descarnados amándose entre siglos y siglos de cultura. Enfermos de poesía, de música, de fantasía que nunca es. No hay esperanza de redención alguna pero la sangre contaminada todavía pega. Vampiros cansados que parecen vivos pero no lo están; una vampiro joven todavía muerde, se deja llevar: ellos saben que la eternidad aburre. Tengo que verla de vuelta, esa es la verdad. Ahora, qué pedazo de belleza, droga rockera que Jim Jarmusch sabe proveer. 

Se va terminando el Bafici y uno se despide incansablemente de pequeñas cosas. De las parejas de la pantalla y de las que están de este lado, esas que uno ve mirarse y abrazarse cuando se prende la luz de la sala, que se quedan tomando una cerveza o un helado para comentar lo que entendieron, lo que les gustó más o menos; que se toman un taxi cansados y sueñan juntos, tranquilos, sabiendo que en el cine se aprende el amor.