Por Gabriela Franco.
Una
cita de Tuñón abre el libro de Andrés Alvarado y abre también dos mundos: el
del acto de crear en soledad y el acto previo del creador que ha estado en el mundo
y ha recogido impresiones.
El
mundo en el que se ha sumergido Alvarado es la ciudad: en su barro, en sus estrellas, en su sangre y su mercado. Como un
juglar, nos trae sus noticias.
Pero
escribir en la ciudad es sobre todo trazar un itinerario. Un recorrido que
señala una geografía y también una línea en el tiempo. Como el Leopold Bloom de
Joyce o la señora Dalloway de Virgina Woolf, Corporal Ciudad parece dibujar también el arco de un día: se inicia
con la lluvia temprana que va despertando amodorradamente a habitantes y calles,
para cerrar con la noche y la nueva madrugada, pasando en el transcurso de la
jornada por plazas, mediodías, bares, bondis, hospitales y otros accidentes.
Como
el espacio urbano ha hecho estallar la confianza en la representación del
lenguaje, como ya no es posible hacer entrar ese espacio múltiple y caótico en
el orden de la gramática, Alvarado inventa un viaje al núcleo más espeso de la
lengua. Prescinde de atavíos, artículos o preposiciones, yuxtapone, captura verbos
y sustancia, asíndeton, parataxis, que puede verse en el siguiente verso:
“surca botes riachuelo pensar”
o
en estos otros:
“reloj arenea regreso / naranja rostro de sol negro / resaca soledad entre asperezas”
Alvarado
incomoda. Muestra la búsqueda. No se complace con ideas ni paisajes. Quiere bucear
en la materia del lenguaje, ir al centro, desandar fórmulas, manierismos,
atajos. Ya desde el título desacomoda el orden natural del adjetivo y el verbo,
y sustrae el artículo: “corporal ciudad” dice, y no “ciudad corporal” ni mucho
menos “la ciudad corporal”.
Para
hacer hablar a la urbe, Alvarado echa mano del diverso repertorio léxico que la
atraviesa: allí pueden mezclarse hablas y registros que vienen de todos los
ámbitos, allí conviven “crisálida” con “haiga” y con “manyar”. Y también crea
neologismos: así aparecen “naranjanías” o verbos como “arenea” u “hospitalea”.
Es decir, formas de estirar los límites que impone el lenguaje, abrirse paso,
llegar a la médula y si hace falta inventar un idioma.
De
las horas del día, el poeta parece preferir la hora del declive, el momento en
que oscurece y termina el trajín. En Ciudad
Corporal atardece de todas las formas posibles: hay ocasos frente al río,
whiskys atinadamente crepusculares, atardeceres coléricos de fuego. En el
horizonte, Trakl. El ocaso –como una “fractura expuesta de lo cotidiano”– se
cuela en cada esquina quebrando la indiferencia del día.
Entre
tanto bullicio, hay también silencios en la página. Riesgo de confiar en el
blanco. Como un golpe de dados o un graffiti en el muro, la ciudad se ofrece
como un caligrama. Calidoscopio del espacio disperso, donde escribir una trama.
©Alex Proimos/Creative Commons |
La música de las ciudades también murmura plegarias: está la calle y los rezos obstinados que se elevan en ella. El pedido del mundo. “El fuego, la rabia, la lucha”, “las armas para derrocar la mierda / dánoslas hoy”. Se trata de “partirse en dios”.
Porque la ciudad que recorre Alvarado no es cualquier ciudad. Es Buenos Aires, su plaza Constitución, su tráfico y su cáñamo, su lunfardo, su vino tinto, sus márgenes, sus llagas. Y no es un espacio deshabitado: ahí se pone el cuerpo. El cuerpo de las necesidades y los padecimientos, el del desocupado y el obrero, el cuerpo que estalla, se quiebra y duele.
Alvarado
ha estado en el mundo y vuelve para contarlo. “Pensar deslumbra”, sostiene. Quizás
por eso, al final de su libro, queda resonando el aullido de Ginsberg y de Hölderlin,
un grito que deja reverberando el deseo y la incitación: en el taller, en las
casas, en las asambleas, en los empleos: “cambiará todo! en todas partes!”.
Corporal Ciudad fue editado por Qué diría Víctor Hugo.